A CUARENTA AÑOS DEL GOLPE MILITAR:
¿CÓMO DISTRIBUIR LAS
CULPAS?
Por Hugo Latorre Fuenzalida
Chile hace 40 años era otro. Hoy parece difícil entender
ese tiempo, por quienes no lo vivieron. Pero era, en verdad, un Chile distinto en muchas cosas.
Los militares eran supuestamente constitucionalistas; los
políticos eran creyentes hasta ser ideológicamente integrales; la sociedad se
movía ascendentemente, pero organizadamente desde la base. Hoy sabemos que los
militares chilenos son pasotistas, igual que en muchas partes de nuestra
América bananera; hoy sabemos que
nuestros políticos son, desde el lado llamado progresista, ideológicamente relativistas y otros, desde
el lado conservador, son rigurosamente y porfiadamente integristas. Hoy sabemos
que la sociedad se congela y segmenta
entre una pequeña cúpula imperial y una gran masa dispersa en un individualismo
que les condena a reptar por las sobras y pequeñas dádivas del sistema.
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Hoy tenemos una economía transnacionalizada, de grandes empresas que gozan de un paraíso inversor y tributario, gracias a un Estado replegado a su mínimo vital. Empresas que gozan de todos los beneficios y de ninguna obligación para con Chile. Antes éramos un país contentivo de empresas pequeñas y dedicadas a la manufactura que abastecía al mercado interno, con trabajadores relativamente bien pagados, organizados en grandes sindicatos y luchadores impertinentes por sus derechos.
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Eran empresas más modestas, pero genuinamente articuladoras de un PIB nacional, congregadas en una red de estímulos empresariales locales y que alimentaban un multiplicador keynesiano nacional y no desviado hacia el extranjero, como sucede con las empresas simplemente importadoras que hoy proliferan en las plazas llamadas “industriales” del Chile actual.
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Es cierto que en ese entonces los empresarios gozaban de un proteccionismo desmedido, y eso les hacía ser ineficientes; pero también es cierto que se estaban dando pasos hacia procesos de integración comercial regionales que llevaban a permear las corazas defensivas del empresariado local, justamente para alentar un mayor dinamismo modernizador de sus bases productivas, a través de una mayor competencia. Esos pasos progresivos permitirían un avance en el tiempo que habilitaría una reconversión productiva sin inmolación de nuestro aparato productivo, cosa que vino a suceder como efecto de las medidas de apertura brusca y total ejecutada por los “Chicago boys”, en los años 70.
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En ese entonces -años 60 y 70- los progresos sociales se hacían como luchas colectivas, largamente negociadas y trabajadas en sus diversas aristas; hoy la lucha colectiva trata de levantarse desde las cenizas y se instala en los llamados “movimientos sociales”, que aparecieron dispersamente en diversos frentes y que recién a partir del 2012 intentan articularse en frentes de mayor potencial irruptivo. Por más de 35 años la tónica fue la lucha individual por emerger desde el fondo social en que colocó el pacto civil militar a la gran mayoría de trabajadores chilenos.
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En ese entonces, los partidos políticos eran expresión política de una estructura social bastante bien definida: los comunistas eran expresión política del obrerismo urbano; los socialistas se apropiaban de una clase trabajadora más variopinta, que iba del obrero urbano al burócrata calificado y al profesional progresista. Los Radicales se inscribían con la clase media y la burocracia del Estado, al igual que la DC, que suma a su haber la nueva intelectualidad universitaria y posteriormente al campesinado reivindicado en sus derechos mediante la Reforma Agraria. La derecha, por su parte, concentraba las preferencias del empresariado y de una clase media “alta” que comulgaba mayoritariamente con posturas conservadoras.
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La Iglesia Católica y Romana, que nunca ha sido una sola, dividía su feligresía entre los falangistas y los conservadores; luego se suma la corriente de la Teología de la Liberación y también entrega parte de sus rebaños a las huestes del socialismo. Como se puede apreciar, las bendiciones de Dios alcanzaban a todos los estamentos y corrientes de pensamiento, de manera muy democrática y de forma muy duramente dialéctica.
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Todo eso se acabó con la llegada del pontificado de Juan Pablo II, la que instaló una verdadera cacería contra el progresismo dentro de la Iglesia Católica y finalmente uno de los sistemas de espionaje interno más eficaces y extendidos del orbe produjo su efecto cual fue el de enderezar a la Iglesia hacia el fundamentalismo conservador, recolectando a las más grandes fortunas del planeta y rebosándose de pietismo clerical y de podredumbre corrupta, factores que se hermanan en la historia como gemelos vitelinos.
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Hoy tenemos una economía transnacionalizada, de grandes empresas que gozan de un paraíso inversor y tributario, gracias a un Estado replegado a su mínimo vital. Empresas que gozan de todos los beneficios y de ninguna obligación para con Chile. Antes éramos un país contentivo de empresas pequeñas y dedicadas a la manufactura que abastecía al mercado interno, con trabajadores relativamente bien pagados, organizados en grandes sindicatos y luchadores impertinentes por sus derechos.
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Eran empresas más modestas, pero genuinamente articuladoras de un PIB nacional, congregadas en una red de estímulos empresariales locales y que alimentaban un multiplicador keynesiano nacional y no desviado hacia el extranjero, como sucede con las empresas simplemente importadoras que hoy proliferan en las plazas llamadas “industriales” del Chile actual.
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Es cierto que en ese entonces los empresarios gozaban de un proteccionismo desmedido, y eso les hacía ser ineficientes; pero también es cierto que se estaban dando pasos hacia procesos de integración comercial regionales que llevaban a permear las corazas defensivas del empresariado local, justamente para alentar un mayor dinamismo modernizador de sus bases productivas, a través de una mayor competencia. Esos pasos progresivos permitirían un avance en el tiempo que habilitaría una reconversión productiva sin inmolación de nuestro aparato productivo, cosa que vino a suceder como efecto de las medidas de apertura brusca y total ejecutada por los “Chicago boys”, en los años 70.
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En ese entonces -años 60 y 70- los progresos sociales se hacían como luchas colectivas, largamente negociadas y trabajadas en sus diversas aristas; hoy la lucha colectiva trata de levantarse desde las cenizas y se instala en los llamados “movimientos sociales”, que aparecieron dispersamente en diversos frentes y que recién a partir del 2012 intentan articularse en frentes de mayor potencial irruptivo. Por más de 35 años la tónica fue la lucha individual por emerger desde el fondo social en que colocó el pacto civil militar a la gran mayoría de trabajadores chilenos.
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En ese entonces, los partidos políticos eran expresión política de una estructura social bastante bien definida: los comunistas eran expresión política del obrerismo urbano; los socialistas se apropiaban de una clase trabajadora más variopinta, que iba del obrero urbano al burócrata calificado y al profesional progresista. Los Radicales se inscribían con la clase media y la burocracia del Estado, al igual que la DC, que suma a su haber la nueva intelectualidad universitaria y posteriormente al campesinado reivindicado en sus derechos mediante la Reforma Agraria. La derecha, por su parte, concentraba las preferencias del empresariado y de una clase media “alta” que comulgaba mayoritariamente con posturas conservadoras.
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La Iglesia Católica y Romana, que nunca ha sido una sola, dividía su feligresía entre los falangistas y los conservadores; luego se suma la corriente de la Teología de la Liberación y también entrega parte de sus rebaños a las huestes del socialismo. Como se puede apreciar, las bendiciones de Dios alcanzaban a todos los estamentos y corrientes de pensamiento, de manera muy democrática y de forma muy duramente dialéctica.
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Todo eso se acabó con la llegada del pontificado de Juan Pablo II, la que instaló una verdadera cacería contra el progresismo dentro de la Iglesia Católica y finalmente uno de los sistemas de espionaje interno más eficaces y extendidos del orbe produjo su efecto cual fue el de enderezar a la Iglesia hacia el fundamentalismo conservador, recolectando a las más grandes fortunas del planeta y rebosándose de pietismo clerical y de podredumbre corrupta, factores que se hermanan en la historia como gemelos vitelinos.
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