LOS ISLAMISTAS DE EGIPTO RENUEVAN SU DESAFÍO AL EJÉRCITO TRAS LA MATANZA
CRUDO RELATO SOBRE EL CAIRO DEL CORRESPONSAL DEL DIARIO
LA VANGUARDIA DE BARCELONA
Por Tomás Alcoverro
Ante la fachada quemada de la mezquita de Rabaa el
Adauiya con su minarete colgado de altavoces apagados, con la bandera egipcia
bien ceñida, unos soldados desarmados lucían mustios claveles y policías
militares con bastón y cascos rojos de motorista, guardaban la entrada. Era
como un paisaje tras una batalla campal: los edificios que sirvieron de
hospital de campaña quedaron calcinados. Todavía brotaba humo de un fuego a
medio consumir, de un revoltijo de inmundicias, de frutas podridas, tomates
reventados, cuerpos de ovejas quemados, jaulas de madera para aves rotas, de
algún mercadillo ambulante.
Al otro lado de la calle quedaban lonas de tiendas de
campaña armadas por los manifestantes, desgarradas, dispersas sobre alfombras y
esteras desgastadas en la que vivaquearon en su acampada de seis semanas. En
pestilentes charcos se hunden los carteles de Mohamed Morsi, detenido por los
militares en un lugar desconocido.
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La llamada plaza de Rabaa el Adauiya es una explanada, una gran glorieta en la que convergen modernas avenidas de este barrio residencial de Ciudad Nasr. En sus aceras y calzadas se acumulan ropa vieja, guantes negros que usan las mujeres islamistas, chancletas, octavillas y carteles propagandísticos de los Hermanos Musulmaes, mantas usadas, desperdicios de comida, cajas de cartón, botellas vacías, un sinfín de objetos abandonados de la vida cotidiana de estos miles de egipcios que, cumpliendo consignas de la cofradía, querían que Morsi volviera a la presidencia de la república.
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Los asaltos de las fuerzas armadas que costaron al menos 638 muertos ayer enterrados en El Cairo, fueron devastadores. Los incendios de las tiendas de campaña, debido a las explosiones, han dejado desparramados por un extenso ámbito urbano maderas, hierros, escombros.
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La llamada plaza de Rabaa el Adauiya es una explanada, una gran glorieta en la que convergen modernas avenidas de este barrio residencial de Ciudad Nasr. En sus aceras y calzadas se acumulan ropa vieja, guantes negros que usan las mujeres islamistas, chancletas, octavillas y carteles propagandísticos de los Hermanos Musulmaes, mantas usadas, desperdicios de comida, cajas de cartón, botellas vacías, un sinfín de objetos abandonados de la vida cotidiana de estos miles de egipcios que, cumpliendo consignas de la cofradía, querían que Morsi volviera a la presidencia de la república.
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Los asaltos de las fuerzas armadas que costaron al menos 638 muertos ayer enterrados en El Cairo, fueron devastadores. Los incendios de las tiendas de campaña, debido a las explosiones, han dejado desparramados por un extenso ámbito urbano maderas, hierros, escombros.
Una corte de los milagros de hombres, mujeres y niños
hurgaba entre las basuras para llevarse neumáticos quemados, bolsas de plástico
negras llenas de inmundicias: arrancaban un espejo retrovisor de un automóvil
destrozado, arrastraban una puerta carcomida.
Entre ellos distinguí a los zebelin, la popular legión de
basureros del cerro de Moqatam, del Viejo Cairo pero que se divisa desde varios
puntos de la ciudad, que desde el alba recorren con sus mugrientos carritos
tirados por asnos o mulas, o con camionetas o camiones, la inmensa capital
egipcia, recogiendo desperdicios de su hinchado vientre de veinte millones de
pobladores.
Al atardecer vuelven a su barrio para separar, clasificar
cartones, plásticos, residuos orgánicos, trapos, todo tipo de restos dejados
por la gente en sus fétidos depósitos.
Me sorprendió la extensión de la zona destruida de la
explanada de la mezquita de Rabaa el Adauiya. En algunos de sus muros había
grafitos con inscripciones como: "Una evolución contra un golpe de
Estado", "Abajo la junta de los generales". Cabe la barricada,
levantada con automóviles destrozados y sacos terreros, hay un elegante
inmueble cuyo nombre en español, escrito en letras mayúsculas, dice: "De
Noche".
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Muy cerca de esta mezquita a la que da nombre una santa que vivió a caballo de los siglos VIII y IX y escribió hermosos poemas, que ha sido refugio y fortaleza durante seis semanas de los Hermanos Musulmanes, hay un lugar que pasó a la historia contemporánea de Egipto.
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Es donde el presidente Anwar el Sadat fue asesinado por un oficial islamista radical cuando, desde la tribuna construida en la orilla de la avenida, presidía el desfile conmemorativo de la guerra de octubre de 1973 con Israel.
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El Sadat había perseguido con ahínco a la cofradía de los Hermanos Musulmanes y a los demás grupos de doctrina islamista, especialmente los grupos violentos. Los Hermanos Musulmanes hace años que renunciaron a la violencia para alcanzar el poder político.
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El otro centro de los manifestantes asaltado y devastado el miércoles pasado es la plaza de Al Nahda, ante la Universidad de El Cairo. Allí fue donde, por cierto, pronunció el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, su famoso discurso en el que expresaba sus buenas intenciones al respecto del islam y de los conflictos de Oriente Medio.
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Entre el parque zoológico y el cuidado jardín de Guiza brigadas de obreros de la entidad municipal con amarillos cascos y mascarilla para protegerse de los fétidos olores, limpian el paraje, cargan grandes camiones con escombros y vestigios de la acampada. La plaza de Al Nahda -así se denomina el importante movimiento del renacimiento político y cultural de los árabes iniciado en las postrimerías del siglo XIX y alentado por dirigentes políticos como el egipcio Mohamed Ali- fue evacuada más fácilmente, en menos tiempo y con menos violencia que la de la mezquita de Rabaa el Adauiya.
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Miles de cairotas recorrieron estos lugares de la ciudad captando imágenes con sus cámaras fotográficas o sus teléfonos móviles, de ruinas y destrozos.
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Vi a un muchacho que prendía fuego a un retrato del depuesto presidente Mohamed Morsi, el pasado 3 de julio, y el lamento de una mujer ante tantas muertes y devastación. ¡Ay de los vencidos! ¿Qué podrá surgir de tantas catástrofes y represiones?
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Con rapidez y voluntad de arrancar los vestigios de las escandalosas acciones violentas, el gobierno provisional ha querido restablecer la normalidad de la vida cotidiana.
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Las calles han sido abiertas a la circulación, el ejército ha desmantelado sus puestos de control, los trenes han vuelto a funcionar, aunque la estación de Ramsés permanece casi vacía; sin viajeros que quieran tomar el tren a alguna parte.
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El estricto toque de queda impuesto desde las 19 hasta las 6 horas, sin embargo, penaliza a la población de esta inmensa metrópoli desnortada.
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Muy cerca de esta mezquita a la que da nombre una santa que vivió a caballo de los siglos VIII y IX y escribió hermosos poemas, que ha sido refugio y fortaleza durante seis semanas de los Hermanos Musulmanes, hay un lugar que pasó a la historia contemporánea de Egipto.
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Es donde el presidente Anwar el Sadat fue asesinado por un oficial islamista radical cuando, desde la tribuna construida en la orilla de la avenida, presidía el desfile conmemorativo de la guerra de octubre de 1973 con Israel.
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El Sadat había perseguido con ahínco a la cofradía de los Hermanos Musulmanes y a los demás grupos de doctrina islamista, especialmente los grupos violentos. Los Hermanos Musulmanes hace años que renunciaron a la violencia para alcanzar el poder político.
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El otro centro de los manifestantes asaltado y devastado el miércoles pasado es la plaza de Al Nahda, ante la Universidad de El Cairo. Allí fue donde, por cierto, pronunció el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, su famoso discurso en el que expresaba sus buenas intenciones al respecto del islam y de los conflictos de Oriente Medio.
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Entre el parque zoológico y el cuidado jardín de Guiza brigadas de obreros de la entidad municipal con amarillos cascos y mascarilla para protegerse de los fétidos olores, limpian el paraje, cargan grandes camiones con escombros y vestigios de la acampada. La plaza de Al Nahda -así se denomina el importante movimiento del renacimiento político y cultural de los árabes iniciado en las postrimerías del siglo XIX y alentado por dirigentes políticos como el egipcio Mohamed Ali- fue evacuada más fácilmente, en menos tiempo y con menos violencia que la de la mezquita de Rabaa el Adauiya.
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Miles de cairotas recorrieron estos lugares de la ciudad captando imágenes con sus cámaras fotográficas o sus teléfonos móviles, de ruinas y destrozos.
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Vi a un muchacho que prendía fuego a un retrato del depuesto presidente Mohamed Morsi, el pasado 3 de julio, y el lamento de una mujer ante tantas muertes y devastación. ¡Ay de los vencidos! ¿Qué podrá surgir de tantas catástrofes y represiones?
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Con rapidez y voluntad de arrancar los vestigios de las escandalosas acciones violentas, el gobierno provisional ha querido restablecer la normalidad de la vida cotidiana.
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Las calles han sido abiertas a la circulación, el ejército ha desmantelado sus puestos de control, los trenes han vuelto a funcionar, aunque la estación de Ramsés permanece casi vacía; sin viajeros que quieran tomar el tren a alguna parte.
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El estricto toque de queda impuesto desde las 19 hasta las 6 horas, sin embargo, penaliza a la población de esta inmensa metrópoli desnortada.
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