Por Sebastián Cerda (*)
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La "reina del pop" mostró ante sus fieles lo mejor y lo peor de una monarca. En el campo de batalla, demostró que lo suyo aún está escalones más arriba en relación con sus nóveles rivales. Sin embargo, el trato con su pueblo estuvo verdaderamente al borde de lo despótico.
La historia de la humanidad da cuenta de que hay muchas formas de ejercicio en la monarquía: Están los reyes más cercanos y los déspotas, los que inspiran admiración y los que despiertan rechazo, los que intervienen en las decisiones de Estado y los que usufructúan del mismo para el propio lujo y despilfarro. Los que parecen preocupados de su pueblo y los que simplemente lo ven como una comunidad inferior de la que no hay que preocuparse demasiado.
En tiempos en que, más que nunca, Madonna comienza a ser comparada y amenazada por otras divas deseosas de calzarse el simbólico título de "reina del pop", la cuestionada monarca pasó por Santiago para dar cuenta de que la corona —aunque algo añosa y opaca— aún continúa bien puesta sobre su cabeza, en una jornada que se transformó en una auténtica demostración de poder. En su mejor acepción, pero también en la peor y más intragable.
Porque —sacudidos de la atmósfera negra que dieron la lluvia y el retraso— resulta evidente que lo de Madonna se ubica un escalón más arriba que cualquiera de sus aspirantes a rival, y que con sus aristas buenas y malas, éste es el show de alguien que simplemente sabe cómo hacer las cosas. Desafina en temas como "Turn up the radio", es cierto, y el doblaje en algunos pasajes de "Vogue" es derechamente torpe. Pero hay que reconocer también que ésta es una esfera distinta, en que lo que se ve y lo que se gasta, es tanto o más importante que lo que se escucha.
En ese plano, Madonna todavía dicta cátedra, con un escenario adornado por enormes pantallas y diversas posibilidades de distribución, proyecciones cuidadas y un cuerpo de baile que es a todas luces el mejor del rubro. Todo mezclado incluso con una pizca de elegancia y sobriedad, que permitió que los recursos parecieran más pertinentes, en relación con el despilfarro efectista que se vio en 2008.
Pero si en eso Madonna muestra la cara amable de una reina, en los agregados revela también las sombras que acompañan a toda monarca. Porque se sabía que venía haciendo del retraso una norma impresentable en Sudamérica, pero un poco de sentido común dictaba que en una noche de frío y lluvia inesperados, tuviera el tino de comenzar su espectáculo tan cerca de la hora indicada como haya sido posible. No fue así. A cambio, la diva regaló dos horas de insufrible espera, en parte complementadas por el muy soslayable paso del DJ Laidback Luke, cuya presencia se tornó por momentos irritante.
No fue lo único. En un show esquemático como éste, no pasa inadvertido que el primer acto sea arrancado de cuajo, por muy atendibles que sean las razones de seguridad. Los cerca de 40 minutos menos de concierto, adquieren así un peligroso aroma a engaño.
Madonna pudo decir que lo siente, maldecir la lluvia y mostrar su supuesto regocijo por estar nuevamente en Santiago. Y aunque para algunos todo ese relleno haya tenido cierto efecto balsámico (otros no se la compraron tan fácilmente), el sabor que queda es agridulce: El castillo de esta reina se podrá ver vistoso e imponente, mientras la estampa de la monarca aún conserva el carácter que le reportó su capital. Pero en las afueras, mientras la observa, el pueblo también pasa pellejerías, y a ella no parece importarle tanto. El bastón de mando aún puede estar en sus manos, pero el germen de la rebelión está definitivamente instalado.
La ''reina del pop'' mostró lo mejor y lo peor de su monarquía.
(*) emol.com
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