Por Abraham Santibañez
Ravi Shankar era un virtuoso del sitar, instrumento de cuerdas con algún parentesco con la guitarra, pero con más cuerdas (seis que se tocan y 25 que ayudan con la resonancia) enraizado en la tradición de la India. Cuando empezó a incursionar en los escenarios occidentales, despertaba entusiasmo por su brillante interpretación, intensa y muy rápida. Hasta que el beatle George Harrison lo descubrió y se convirtió en su discípulo. Se produjo entonces un fenómeno ambiguo: se hizo popular, pero a un costo equivocado: le molestaba la idea generalizada de que en la India todo el mundo se drogaba al compás de la música.
En una entrevista que se recordó esta semana con motivo de su muerte a los 92 años, el músico indio resumió su visión. Le entusiasmaba haber presenciado de cerca el estallido social de los años 60: “Aunque gran parte del movimiento hippie parecía muy superficial, también tenía una enorme dosis de sinceridad y una gran energía. Lo que me incomodaba, sin embargo, era el uso de la droga y la mezcla de la droga con nuestra música. Me hería que nuestra música clásica fuese considerada como una moda... Nuestra música es muy pura es religión. Es la manera más rápida de llegar a Dios”.
Gracias a su carisma y a su mirada más profunda como promotor de grandes valores, Shankar logró un puesto destacado en la cultura del siglo XX. Su cercanía con los beatles lo hizo popular, pero su aporte fue mucho más allá. Compuso la partitura de varias películas incluyendo la inolvidable Gandhi. Humanista convencido, ayudó en 1971, al organizar un concierto en el Madison Square Garden, a que se entendiera mejor el drama del surgimiento de Bangladesh.
Ravi Shankar |
Pero, sobre todo, hizo que se abrieran los oídos en occidente a su música. Así lo descubrimos los chilenos en 1972, cuando se presentó en el teatro Caupolicán junto a un equipo muy pequeño que lo acompañaba y el apoyo del músico chileno Millapol Gajardo.
Esa noche, después del concierto, gracias al encargado de Negocios, Kashi N. Chakravarty, Ana María, mi esposa, y yo tuvimos el privilegio de comer en la embajada de la India. Shankar estaba en el apogeo de su carrera que se prolongó por décadas hasta su muerte. Lo recuerdo como un personaje sencillo, que habló con nosotros de sus creencias, del cambio que experimentó muy joven, cuando optó por la música, dejó las vestimentas de Occidente y se integró plenamente a difundir y valorar las tradiciones de su país.
Tenía una explicación ante sus críticos: “Es porque confunden mis papeles como compositor y como intérprete. Como compositor he ensayado de todo... Pero, como intérprete, soy cada vez más clásico, más ortodoxo, cuidando celosamente la herencia que he recibido”.
Cumplió plenamente sus objetivos.
Tras su muerte, el músico Ustar Zakir Hussain, dijo que “seres como él nunca mueren. Se van directamente al cielo a ocupar su puesto entre los dioses. Hoy día, con su presencia, el cielo se ha enriquecido”.
Es lo que él mismo había anticipado.
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