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domingo, 6 de marzo de 2011

Política, ética y amistad

Por Hugo Latorre Fuenzalida


¿Se puede ser amigo de un criminal político y ser demócrata consecuente?

Más aún ¿Se puede solidarizar con un criminal político por razones de amistad?

Obviamente que quien piense que no se puede traicionar a un amigo, aunque se le sorprenda con el puñal ensangrentado en las manos, está pecando de una lógica inmoral.

Evidentemente que se debe solidarizar con los amigos, pero no con los crímenes de los amigos; es más que obvio que si un amigo yerra, como ser humano que es, se debe primero aconsejarle para que salga de su error, pero no abonarle a su error el error del juicio propio.

Es por eso extraño (o no nos debe ya extrañar) ver a líderes de la izquierda latinoamericana emitiendo juicios tan extraviados y distantes de una sana lógica ética. Porque no nos podemos seguir engañando con esas argucias totalitarias, ideológicamente prepotentes e históricamente obsoletas, que permitían sostener que los líderes, por ser declarativamente de “izquierda”, no podían errar, no se les podía juzgar, eran infalibles, como pontífices rojos.

Hay maneras democráticas de traicionar la democracia. Las mayorías electorales al estilo plebiscitario, se han prestado para todo tipo de trapacerías y engañifas, como quedó claro en regímenes tan detestables como el nazi o el pinochetismo, para traer memorias relativamente contemporáneas. Los asambleismos de mazas, donde el que grita más gana atribuciones importantes y definitivas, es otra de las estrategias exhibidas por quienes pretenden usurpar poder usando al pueblo, o a parte de éste, en representación supuesta de todos.

Se puede estar de parte del pueblo, pero no se puede apoyar a quién en nombre del pueblo asesina a quienes se le oponen. Nunca he podido aceptar ni las lógicas sumarias de los tribunales de ajusticiamiento ni los derechos auto arrogados de liquidar al contrincante, simplemente porque se me opone. Eso es inmoralidad pura, eso no se puede justificar nunca; eso es simplemente criminal.

No hay derecho más inalienable que la vida. Todos los otros derechos pueden ser discutidos, combatidos, cuestionados; pero la vida no. Entonces, si un sátrapa, de los que abundan en todos lados, y más donde el poder se rifa a beneficio del menos escrupuloso, se hace del poder para amedrentar, coaccionar, oprimir y explotar a un pueblo, y alega ser representante legítimo e irreemplazable, simplemente porque se ha sabido apropiar de las armas; y que sobre esa egomanía delirante asesina militarmente a la sociedad civil, nadie puede levantar las banderas de derechos de autodeterminación de los pueblos o de los Estados.

La única bandera razonable y decente es reclamar el derecho de todos a sacarlo del poder. No asesinarlo, como él asesina, pues eso de igualarse en los pecados no es humanamente bueno, justo ni deseable, ya que se termina portando una mancha imborrable, una verdadera marca, que otros visualizarán más tarde con afán de inculparla. Entonces el círculo no se cierra y la historia se repite al infinito.

Se debe construir democracia con moral democrática; hay que hacer respetar la vida, protegiendo la vida. “Las revoluciones serán éticas o no serán”, decía un viejo moralista francés como Charles Pèguy. Y esta verdad, de un cristiano integral, se mantiene firmemente vigente. Por eso, para ser revolucionario hoy, hay que serlo con pecho abierto, dispuesto a sufrir los costos de una lucha dura, pero nunca infringir sufrimientos innecesarios a los otros. Gandhi es el más insigne ejemplo de un revolucionarismo moral contemporáneo. Esa es la estrella a la que deben dirigir la mirada los que pretenden orientar sus pasos revolucionarios en los tiempos presentes.

Pero nuestros revolucionarios latinoamericanos, llegan como siempre tarde al reparto del buen juicio, y les toca, entonces, muy poco. Viven reeditando una historia inhumada y levantando banderas que ya se han arriado. Carecemos de imaginación como para hacer una historia nueva, levantar banderas frescas y deslastrarnos de teorías fraudulentas.

Es por eso que seguimos siendo tan poco independientes; es tal vez por eso que se nos falta tanto el respeto; por eso que nada resulta memorable, excepto nuestros vicios, y nuestras defraudaciones. No tenemos historia de sociedades ni pueblos guerreros, pues hemos sido dominados por demasiado tiempo. Por tanto no somos templados para la violencia, pero sí para otro mal, la blanda pillastrería del oportunismo cobarde y rastrero.

Eso es lo que nos tiene postrados; es por eso que nos hemos “jodido”, como señalaba literariamente un afamado escritor nuestro. Porque nuestras élites han carecido, casi siempre de virtud, solidez y honestidad. Es decir, la grandeza ha estado ausente en nuestros dirigentes, que nos han caído encima más como plagas bíblicas que como maná nutricio.

Nuestra estructura de alfeñiques tiene sus causas en este estado carencial permanente de ética, sabiduría y consistencia. Nada noble ni grande puede crecer en este desierto de virtudes.

Solo la caótica y selvática maraña puede invadir las áreas donde las bestialidades y las fuerzas primarias son las que germinan con éxito y preponderancia.

Es hora de aprender de la historia, justamente para alejarse de sus horrores; no para repetirlos.

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