La ciencia, desde los viejos griegos como Demócrito, Aristóteles o Pitágoras, viene intentando imponer una autoridad de “verdad” que trae visos de tiranía sobre el Ser.
Porque el Ser, es decir la esencialidad de lo humano, se compone de muchas más cosas que la verdad objetiva de los laboratorios. Recordemos la religión, el mito, las artes, la recreación dionisiaca, la contemplación y el pensamiento especulativo. No podemos dejar de lado las pasiones, los amores y las apetitosas degustaciones de lo natural, desde el comer hasta la sexualidad.
Por eso es que Nietzsche atacó a esa ciencia, desde su postura dionisiaca, culpando a Sócrates de querer descubrir “la verdad” y a Eurípides de deshacer el mito de la tragedia.
Pero la ciencia insiste en ser el único referente del Ser real y de la conducta humana admisible. Por eso nos mandan a adelgazar, a hacer ejercicios, a no fumar, a no excedernos en el goce sexual, a no apasionarnos ni enfurecernos, en fin, a comportarnos como máquinas hechas para un rendimiento óptimo pero gélidamente carente de todo estímulo, gracia y deseo.
La economía, que de simple disciplina intenta escalar a ciencia, simplemente por instalar modelos de predicción funcionalista, que pueden anticipar las conductas del consumidor a lo largo de una cuadra, pero ya al recorrer un kilómetro, es decir cuando se le pierde de vista, comienzan a fallar sus pronósticos de manera evidente. Así y todo, los premios Nobel de la disciplina ostentan categoría de “Gurú”, y se exhiben cual santones de la India por el mundo entero. Si usted ve sus aportes (de los economistas), se encontrará que son puras rutinas numerológicas (algoritmos) que no sirven al momento que se romper el cascarón de lo alegremente funcional del sistema, con las crisis que vienen acompañando, cada día con más fruición, a las economías capitalistas de todo el mundo (no está demás recordar que ya no hay arena exterior al capitalismo, como planteaba Wallenstein, es decir no hay socialismo en el mundo, con la excepción de la playita cubana, que ya adquiere visos de transformarse en paraíso de inversionistas turísticos, con dólares, yenes o euros en la mano; todo esto confesado por sus mismos dirigentes: los hermanos Castro).
¿Pero la ciencia es tan infalible como se publicita?
Se debe comenzar por separar lo que es la ciencia dura de lo que es la ciencia opinativa, y lo que es la ciencia especulativa.
La ciencia dura es aquella que encierra ciertas variables controladas y las somete a pruebas reiteradas hasta dar con un resultado que siempre se mantiene el mismo, pero dentro de esos parámetros de control. La ciencia opinativa, es aquella que saca deducciones de resultados estadísticos, cuyas frecuencias de causa efecto pueden dar una simple relación de inferencia, pero no de causa eficiente.
Hoy, los medios de comunicación están plagados de esta ciencia opinativa, producto de relación de datos estadísticos, que al ser puestos desde distintas perspectivas, darán resultados necesariamente contradictorios.
La tercera vía de la ciencia es la simplemente especulativa, es decir aquella que inventa causalidades y resultados desde la pura intuición o de la simple imaginación, atendiendo, eso sí, al uso de cierto lenguaje especializado, pero cuyos postulados no resisten ningún criterio de rigor analítico: aquí se halla desde la antropometría criminalística, las teorías de los OVNIS, las sanaciones esotéricas, hasta las olímpicas teorías sobre competitividad y sustentabilidad climática y tecnológica.
Ya advertía sobre estas aporías científicas el extraordinario Thomas Kuhn, en su obra “Teoría de las revoluciones científicas”. Obra necesaria de releer.
Dentro de esta última, es decir la especulación, podemos ubicar las posturas sobre el uso de la energía atómica para generar reactores de electricidad.
A pesar de las experiencias de Chernóbil, de EE.UU. y ahora de Japón, siguen algunos sosteniendo que es una tecnología segura y predecible. Los mismos que hace un par de meses sacaban a relucir a Japón como modelo de energía nuclear sustentable y segura en un país altamente sísmico, ahora señalan que la tecnología de Japón en estas centrales estaba obsoleta. Aportan a su científica verdad el antecedente de que ahora las centrales se construyen con sistemas de seguridad máxima, donde se amortiguan y aíslan las estructuras de los efectos sísmicos y se sellan las cámaras nucleares para que haga imposible ninguna fuga de radiación nociva en ninguna circunstancia.
Los japoneses construyeron esas centrales hace treinta años, siguiendo los datos científicos que exigían a estas estructuras ser capaces de soportar sismos hasta grado 8, y así lo hicieron; ¿pero quién iba a predecir un cataclismo grado 9, acompañado de un maremoto con la capacidad destructiva del que se dio ahora?
Entonces, si se construyen nuevas centrales atómicas ¿quién puede descartar un cataclismo cercano al grado 10 en el futuro, si el magma de la tierra se pone más activo de lo que ya lo está?
Por otra parte, algunos “científicos” les da con señalar que las centrales atómicas entregan energía limpia, de contaminación cero. ¿Pero acaso los desechos atómicos de esa fuente de energía no quedan contaminando por siglos y deben ser sepultados de manera costosa e insegura en verdaderos bunker o en estanques submarinos? El riesgo es tan verdadero y tan tremendo que si uno de esos estanques submarinos se rompe, adiós fauna marina en un área que puede ser impredecible; igual puede acontecer con los famosos sepulcros radioactivos. Largarlos al espacio tampoco es seguro, amén de ser tremendamente costoso. ¿Entonces, se puede llamar limpia a esta energía?
Lo cierto es que en Chile difícilmente se llegue a autorizar una central nuclear, a menos que la autoridad la instale de manera sibilina, como acostumbra a tomar las decisiones complicadas, y cuando ya nos demos cuenta, estén los compromisos firmados, las platas comprometidas y los lobbistas enriquecidos.
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