Por Giuseppe Santaguida (*)
Actualmente,
en Chile, este territorio corresponde a la llamada Macrozona Sur, que incluye
las regiones del Biobío, Araucanía, Los Ríos y Los Lagos. Esta macrorregión
está tradicionalmente marcada por el “conflicto mapuche”, una antigua disputa
en la que las comunidades indígenas se enfrentan a diario con los intereses de
muchas empresas privadas y del Estado chileno.
En sus mil
años de historia, los mapuches han tenido que resistir varios intentos de
invasión. Los primeros fueron los incas, que nunca consiguieron expandir su
imperio al sur del río Biobío. Más tarde, los españoles intentaron invadir sus
territorios en busca de metales preciosos. Una vez más, los mapuches opusieron
una feroz resistencia, obligando a los invasores europeos a reconsiderar sus
pretensiones.
Una vez
conseguida la independencia de la corona española, los Estados de Chile y
Argentina decidieron acabar de una vez por todas con las aspiraciones de
libertad de este pueblo mediante campañas militares que se llamarían
Pacificación de la Araucanía por parte chilena y Campaña del Desierto por parte
argentina.
Estas
campañas acabaron con la independencia del pueblo mapuche y redujeron el
territorio indígena a unos cientos de hectáreas, dentro de las cuales fueron
confinados los supervivientes. Desde entonces, el pueblo mapuche se ha visto
obligado a luchar para que se reconozcan sus derechos culturales, territoriales
y económicos.
En el lado
chileno de la Cordillera, con el tiempo muchas tierras mapuches han sido
vendidas a empresas dedicadas principalmente a la silvicultura. Estas compañías
han talado los bosques nativos y han sustituido las plantas autóctonas por
pinos y eucaliptos, árboles que no son originarios de Chile y que requieren
mucha agua, provocando frecuentes sequías que impiden a los habitantes regar
sus campos y saciar a sus animales.
Además, los
mapuches son un pueblo cuya espiritualidad está fuertemente ligada al respeto a
la Madre Tierra –mapuche significa literalmente “gente de la Tierra”–. Creen
que en los bosques y en las riberas de los ríos habitan fuerzas ancestrales que
son expulsadas por la continua explotación de los recursos naturales.
En la
actualidad, los territorios del Wallmapu están profundamente marcados por este
conflicto. Se producen continuos incidentes de violencia relacionados con
disputas territoriales y tensiones entre comunidades indígenas y sectores
industriales, a los que las fuerzas del orden responden con el uso de la
fuerza. Esta situación ha generado graves problemas de seguridad que han
llevado a la progresiva militarización de las regiones de Araucaria y Biobío y
a la declaración del estado de excepción.
Mapuches,
“guardianes de la Tierra”
En verde en el mapa arriba es la región mapuche conocida como Wallmapu.
Según la
cosmovisión mapuche, las antiguas fuerzas creadoras del universo encargaron a
la humanidad la custodia de Mapu, la Tierra. Los humanos podían alimentarse de
sus frutos, tomando todo lo necesario para su subsistencia, respetando todas
las demás formas de vida. Por lo tanto, el respeto a la Madre Tierra es un
elemento constitutivo de la espiritualidad mapuche. Según esta visión,
cualquier ser o elemento natural, animado o inanimado, está impregnado de una
energía o fuerza primordial llamada newen.
Además, en
el interior de los bosques, en las orillas de los ríos, en el interior de los
grandes volcanes o en las cimas de las montañas habitan espíritus ancestrales
llamados Ngen, que mantienen el equilibrio y el orden entre la naturaleza y los
seres humanos. Por eso, cada vez que un mapuche entra en un bosque o cruza un
río saluda al espíritu que lo habita, y cada vez que tala un árbol, recoge un
fruto o mata un animal pide permiso y agradece a la Naturaleza lo que le ha
ofrecido.
Esta visión
del mundo es irreconciliable con el modelo extractivista que ha dominado la
economía chilena desde la dictadura hasta la actualidad. Actualmente, de hecho,
el llamado “conflicto mapuche” es en primer lugar un conflicto entre las
comunidades indígenas y los sectores industriales –como las empresas
forestales, eléctricas, mineras o de piscicultura– y sólo en segundo lugar con
el Estado, visto por los mapuches como el protector de los intereses de las
grandes empresas.
Las compañías forestales, por ejemplo, deforestan bosques nativos para instalar monocultivos de pinos y eucaliptos destinados a la producción de madera y celulosa. Este tipo de cultivo intensivo empobrece el suelo, reduce la disponibilidad de agua y no permite la creación de sotobosque, extinguiendo las plantas que los machi –autoridades espirituales mapuches– utilizan para crear remedios y medicina tradicional. Las minas destruyen la tierra en busca de recursos y minerales preciosos.
Las
empresas eléctricas, mediante la construcción de presas, bloquean el curso de
los ríos aguas abajo, impidiendo el paso del agua y de los peces, e inundan los
territorios aguas arriba privando a las comunidades de tierras útiles para la
agricultura o el pastoreo. Por último, las piscifactorías intensivas de salmón
contaminan las aguas y dificultan la pesca tradicional.
No es raro,
por lo tanto, que a las reivindicaciones territoriales se sumen motivaciones
medioambientales y de protección de la tierra. La llamada “lucha por la tierra”
adquiere así un doble significado en el activismo mapuche, apuntando, por un
lado, a un proceso de descolonización basado en la restitución de las tierras
usurpadas tras la “pacificación” y, por otro, al abandono de la industria
extractiva mediante la promoción de un modelo de desarrollo económico más
sustentable que ponga en el centro las necesidades de las comunidades locales y
el respeto al territorio.
La lucha
por la recuperación territorial y cultural
Durante años, los mapuches han sufrido exclusión social, económica y cultural. Sus comunidades han sido marginadas y empobrecidas. Muchos abandonaron su vida en contacto con la naturaleza para trabajar en la ciudad. El peso de la discriminación les ha llevado a dejar de usar sus vestimentas tradicionales, a dejar de hablar mapudungun, a cambiar sus apellidos y a abandonar su espiritualidad para abrazar el cristianismo.
La
reivindicación es territorial, pero también cultural. Generalmente, durante las
ocupaciones de tierras, la comunidad comienza a levantar una ruka –casa típica
mapuche– y un nguillatuwe –complejo ceremonial–, a cultivar la tierra de forma
más sustentable, pero, sobre todo, inician proyectos de reforestación con
plantas autóctonas. Además, cada vez más mapuches deciden estudiar mapudungun e
iniciar un proceso de redescubrimiento cultural y espiritual.
Frente a
estas demandas del pueblo mapuche, el Estado chileno suele responder con
violencia, a través de desalojos de comunidades en ocupación territorial y
cargas durante las protestas, así como frecuentes detenciones de autoridades y
activistas mapuches. Desde 2022, las regiones de Araucanía y Biobío están
sometidas a un estado de “excepción de emergencia”, que implica una
militarización constante de la zona mediante el uso del ejército en apoyo de la
policía.
Para los
mapuches, el uso de la violencia es parte integrante de la cultura de la
policía y otros aparatos del Estado. Este legado también puede apreciarse en
varias leyes aprobadas recientemente que tienden a exacerbar el componente
punitivo de las penas y a legitimar cada vez más el uso de la fuerza.
En
particular, la Ley 21560, conocida como Ley Nain Retamal, que permite la
legítima defensa privilegiada de los agentes de policía, ampliando la
posibilidad de recurrir al uso de armas en caso de percepción de riesgo; la Ley
21488 relativa al “robo y hurto de madera”, que aumentó las penas por robo de
madera, tanto en multas como en prisión; y la llamada Ley Antitomas, que
aumentó la discrecionalidad de los Carabineros –policía chilena– para llevar a
cabo desalojos forzosos de tierras y edificios ocupados.
Identidad
mapuche en la cárcel
La identidad mapuche en la cárcel se ha visto afectada por la Ley Antiterrorista, la cual ha sido criticada por organismos internacionales por su severidad en las penas y por su aplicación en casos que tienen a mapuches como sospechosos.
Quien recorre las calles del sur de Chile puede darse cuenta fácilmente de que las zonas afectadas por el conflicto están punteadas de banderas azules, símbolo de que allí se está produciendo una recuperación territorial, al igual que las historias de quienes viven allí están llenas de episodios de violencia y abusos. La escalada del conflicto trae consigo muertos, heridos y numerosas detenciones. Si, por un lado, la lucha por la tierra afecta principalmente a las zonas agrícolas y productivas del Wallmapu, por otro, desde el punto de vista institucional, el terreno del enfrentamiento se traslada a las cárceles y los tribunales.
La presencia cada vez mayor de presos de origen mapuche en las cárceles chilenas ha dado lugar a otro tipo de lucha, que se suele desarrollar a través de largas huelgas de hambre, la mayoría de las veces ignoradas por las autoridades y políticos chilenos. La huelga de hambre es un tipo de acción extrema, pero no violenta, que los presos mapuches realizan desde hace varios años y que ya les ha permitido obtener derechos que muy a menudo los medios de comunicación convencionales y Gendarmería –policía penitenciaria– consideran privilegios.
En la mayoría de los casos, los presos buscan mejores condiciones carcelarias y el derecho a poder seguir viviendo respetando las tradiciones y la cultura mapuche dentro de la cárcel: en la alimentación, la espiritualidad y el contacto con la tierra. A tal fin, reclaman la creación de una sección específica para presos mapuches en las cárceles, donde se puedan respetar las exigencias del Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas, ratificado por Chile en 2008, o, alternativamente, el traslado a las pocas instituciones penales donde existe un módulo dedicado a presos mapuches.
Muchos
presos mapuches afirman que existe una forma de cumplir la condena mucho más
cercana al modo de vida mapuche: el traslado a un Centro de Educación y Trabajo
(CET), complejos donde los presos pueden cumplir su condena trabajando y donde
se les da la oportunidad de trabajar la tierra. La relación con Mapu, la
Tierra, es visceral en la cultura y espiritualidad mapuche.
Las
ceremonias deben realizarse al aire libre a primera hora de la mañana y los
pies deben estar en contacto directo con la tierra desnuda. Esto es
incompatible con los horarios de trabajo del personal penitenciario y el
espacio disponible. De hecho, los rituales suelen celebrarse en el interior de
un gimnasio o en un espacio sin tierra. Por este motivo, piden que se
identifique, dentro de la prisión, un espacio al aire libre con pertinencia
cultural, es decir, más adecuado a las necesidades, creencias y costumbres del
pueblo mapuche.
Una vez
privado de las relaciones con su comunidad, dificultadas cada vez más por los
procedimientos penitenciarios, alienado de su propia cultura, de su propia
forma de vida y, por último, privado del contacto con la madre tierra, un
mapuche corre el riesgo de perder su feyentún. El feyentún es un sistema de
valores, creencias espirituales y acciones que vinculan el desarrollo de la
vida cotidiana con la cosmovisión mapuche. Sin la posibilidad de desarrollar y
cultivar el feyentún, el mapuche deja de vivir como mapuche, su vida se priva
de sentido y el encierro del cuerpo se transforma en encierro del espíritu.
(*) Aporte de la Agencia Others News de Italia - El autor era Giuseppe Santaguida quien dedicó parte de su vida al estudio de la historia del pueblo mapuche, fallecido este año (12 de marzo en Ontario, Canadá) a la edad de 86 años. Nació el 1 de diciembre de 1937 en Vallelonga, Vibo Valentia, Italia.
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