13-6-2014-KRADIARIO-Nº901
CADA CUAL TIENE SU TIEMPO Y DESPUÉS ENTRA EN SILENCIO
Por Leonardo Boff
Hay un libro curioso
del Primer Testamento, el Eclesiastés (en hebreo Cohélet), que no menciona la
elección del pueblo de Dios, ni la alianza divina, ni siquiera la relación
personal con Dios. Representa la fe judía inculturada en la visión griega de la
vida. Posee una mirada aguda sobre la realidad tal como se presenta y alimenta
la reverencia hacia todos los seres. Tiene un pasaje muy conocido que habla del
tiempo: hay “un tiempo de nacer y un tiempo de morir; tiempo de arrancar y
tiempo de plantar, tiempo de reír y tiempo de llorar, tiempo de amar y tiempo
de odiar, tiempo de guerra y tiempo de paz” (Ecl 3,2-8).
Hay muchas formas de tiempo. Tenemos que liberarnos del tipo
de tiempo dominante de los relojes. Todos somos rehenes de este tipo de tiempo
mecánico. Se conocen distintos relojes. El primero fue el reloj de sol, hace ya
16 siglos. Se supone que fueron los asiáticos quienes inventaron por primera
vez el reloj. En el año 725 de nuestra era, un monje budista inventó un reloj
mecánico que a base de baldes de agua hacía una rotación completa en 24 horas.
En Occidente se atribuye a otro monje, un benedictino, después Papa Silvestre
II (950-1003), la invención del reloj mecánico actual.
Hoy nadie anda sin algún tipo de reloj mecánico que mide el
tiempo a partir de las rotaciones de la Tierra alrededor del Sol. Pero esa
visión mecánica del tiempo del reloj ha estrechado nuestra percepción de los
muchos tiempos que existen, como refiere el Eclesiastés. Los cosmólogos
modernos nos han despertado a los distintos tiempos. Todo en el proceso de la
evolución posee su timing. Si no se respeta cierto timing, todo cambia y ni
nosotros mismos estaríamos aquí para hablar del tiempo.
Así, por ejemplo, inmediatamente después de la primera
singularidad, el big bang, la explosión inmensa aunque silenciosa pues todavía
no había espacio para acoger el estruendo, ocurrió la primera expresión del
tiempo. Si la fuerza gravitacional, la que hace expandir y al mismo tiempo
sujeta las energías y las partículas originarias (la más importante de las
cuatro existentes) hubiese sido durante millonésimas de segundo más fuerte de
lo fue, habría retraído todo hacia sí causando explosiones sobre explosiones y
el universo habría sido imposible. Si hubiese sido, durante millonésimas de segundo,
un poco más débil, los gases se habrían expandido de tal forma que no se habría
producido su condensación y no habrían surgido las estrellas, ni todos los
elementos que forman el universo, no existiría el Sol, ni la Tierra ni nuestra
existencia humana.
Pero existió el tiempo necesario para el equilibrio entre la
expansión y la contención que acabó abriendo un tiempo para todo lo que vino
posteriormente. Hubo un tiempo exacto en el que se formaron las grandes
estrellas rojas, dentro de las cuales se forjaron los ladrillitos que componen
a todos los seres. Si ese tiempo exacto hubiera sido desperdiciado, nada más
habría sucedido.
Hubo un tiempo exactísimo, un momento dado en el que debían
surgir las galaxias. Si hubiese faltado aquel tiempo, no habrían surgido los
cien mil millones de galaxias, los miles y miles de millones de estrellas, y
luego los planetas como la Tierra. En un exactísimo momento de alta complejidad
de su evolución, irrumpió la vida. Perdido ese tiempo, la vida no estaría aquí irradiando.
Todo apuntaba hacia la irrupción de la vida más adelante. El célebre físico
Freeman Dyson dice: «cuanto más examino el universo y estudio los detalles de
su arquitectura, más evidencia encuentro de que el universo de alguna forma
presentía que nosotros estábamos en camino».
Hay pues tiempos y tiempos, no solo el tiempo esclavizante y
mecánico del reloj. La Iglesia guardó el sentido de la diversidad de los
tiempos. Cada tiempo del año, Navidad, Cuaresma o Pascua tiene su color
específico.
Generalmente vivimos los tiempos de las cuatro estaciones a
través de las trasformaciones que ocurren en la naturaleza. En nuestra
infancia, en tierras del interior, los tiempos estaban bien definidos: de enero
a abril, tiempo de las uvas, de los higos, las sandías y los melones. Mayo,
tiempo de plantar el trigo, y octubre-noviembre de su cosecha.
Nosotros los niños esperábamos con ansiedad dos tiempos
sociales, en los cuales todo el pueblo se reunía para una gran
confraternización: la fiesta de la “polenta e osei” (polenta y pajaritos). Como los bosques eran
vírgenes abundaban todo tipo de pájaros que se cazaban especialmente para la
fiesta. La otra era la “buchada” , comida con pan y vino en largas mesas,
seguida de bizcocho y jalea de frutas.
Estos y otros tiempos conferían distintos sentidos a la
vida. Había la espera del tiempo, su vivencia y su recuerdo.
Todo el universo tiene su tiempo que se concreta en dos
movimientos que se dan también en nosotros: nuestros pulmones y nuestros
corazones se expanden y se contraen. Lo mismo hace el universo mediante la
gravedad: al mismo tiempo que se dilata se sujeta, manteniendo un equilibrio
sutil que hace que todo funcione armoniosamente. Cuando pierde ese equilibrio
es señal de que prepara un salto hacia delante y hacia arriba en dirección a un
nuevo orden que también se expande y se contrae.
Cada uno de nosotros tiene su tiempo biológico, determinado
no por el reloj mecánico, sino por el equilibrio de nuestras energías. Cuando
llegan a su clímax, que puede ser a los 10, 15, 50, 90 años, se cierra nuestro
ciclo y entramos en el silencio del misterio. Dicen que es ahí donde habita
Dios que nos espera con los brazos abiertos, como un Padre y una Madre lleno de
saudades.
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