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lunes, 1 de diciembre de 2025

LO ÚLTIMO DE "NUEVA SOCIEDAD" - LOS DESAPARECDIDOS EN MÉXICO



El miércoles 21 de febrero de 2007, Daniel Cantú Iris, de 23 años, salió de su casa en Saltillo, Coahuila, un estado del norte de México, para ir a la marmolería en la que trabajaba luego de graduarse como ingeniero industrial. Vivía con su madre, Diana, y con su padre, Mario. Avisó que regresaría el viernes, quizá el sábado. No volvieron a verlo.

Daniel era un joven deportista con sentido del humor. Desde niño practicaba ciclismo e incluso había sido campeón nacional. Le gustaba bailar. Dos semanas antes, la familia, que incluía a su hermano mayor, Alejandro, y a la menor, Mariana, había celebrado los 50 años de su madre. Hubo baile, abrazos, regalos. Alegría. Fue uno de los últimos recuerdos felices de Diana. «Nunca nos imaginamos que muy pronto íbamos a vivir una enorme pesadilla», dice esta ingeniera química más de 18 años después.

Cuando Daniel desapareció junto con su jefe, Francisco León García, y el chofer José Ángel Esparza León, hacía solo tres meses que Felipe Calderón había asumido como presidente y declarado la «guerra contra el narcotráfico», que marcó el inicio de una de las tragedias humanitarias más graves de América Latina y que hoy, según las cifras oficiales, se traduce en más de 133.000 personas desaparecidas.

En un principio, la familia pensó que se trataba de un secuestro y esperó el pedido de un rescate que nunca llegó. Diana, que se dedicaba a las tareas del hogar, interpuso denuncias policiales, habló con el procurador estatal, deambuló por hospitales. Con el miedo y la incertidumbre a cuestas, pensó que las autoridades la ayudarían a encontrar a su hijo. Se equivocó. En marzo de 2010, una amiga le contó que familiares de personas desaparecidas se iban a reunir en la Diócesis de Saltillo que encabezaba Raúl Vera, un obispo querido entre la comunidad por su compromiso con los derechos humanos.


«La sorpresa fue muy grande al ver que había otros familiares que estaban en la misma situación que yo; entonces me organicé para formar parte del colectivo Fuerzas Unidas por los Desaparecidos en Coahuila, que tenía poquito de haberse creado, en 2009. Fue uno de los primeros», narra Diana.

Desde entonces, ella es una de las miles de madres buscadoras mexicanas que, ante un Estado que no deja de maltratarlas, se convierten en activistas de derechos humanos a fuerza de dolor; que exigen respuestas por sus hijas o hijos desaparecidos; que estudian legislación nacional e internacional y descubren que las desapariciones forzadas son delitos de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptibles; que denuncian y se enfrentan a criminales y a políticos que, muchas veces, son lo mismo. 


Algunas se especializan en técnicas forenses y remueven con sus propias manos las miles de fosas clandestinas que hay en el país con la esperanza de encontrar restos de sus seres queridos. Se trata de mujeres que crean organizaciones, exigen justicia y construyen memoria; que tejen lazos, se acompañan, marchan, protestan, se rebelan y transforman su dolor individual en una lucha colectiva. Y no son las primeras.

En la década de 1970, el gobierno mexicano recibió a miles de exiliados perseguidos por las dictaduras latinoamericanas. Al mismo tiempo, llevó a cabo una «guerra sucia» interna para perseguir y hacer desaparecer a sus propios opositores. Uno de ellos era Jesús Piedra Ibarra, un joven de 21 años acusado de pertenecer el grupo guerrillero Liga Comunista 23 de Septiembre. Un grupo de policías lo detuvo el 19 de abril de 1975 y nunca se volvió a saber nada de él. Su madre, Rosario Ibarra de Piedra, salió a exigir por todos los medios su aparición con vida. Se transformó en una de las pioneras más visibles de las madres buscadoras.

Tres años más tarde, Ibarra de Piedra creó el Comité Pro Defensa de Presos Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos de México, más conocido como Comité ¡Eureka!, que logró que fueran encontrados cientos de desaparecidos. Su aguerrido activismo de izquierda se fortaleció en un país que no tenía una dictadura formal, pero que tampoco era una democracia. La búsqueda de su hijo fue un camino de ida en la construcción de una sólida carrera política. En 1982, Ibarra de Piedra fue la primera mujer candidata a la Presidencia de México. Lo volvió a intentar en 1988. En las décadas siguientes asumió como diputada y senadora, y fue nominada al Nobel de la Paz. Murió en 2022, a los 95 años.

En la época en que Ibarra de Piedra perdió a su hijo, poco y nada se sabía de los desaparecidos mexicanos. El primer caso de desaparición forzada registrado fue el de Epifanio Avilés Rojas, un profesor que en 1969 fue secuestrado por un grupo de soldados en el estado de Guerrero y de quien hasta hoy se desconoce el paradero. 

Durante la presidencia de Luis Echeverría (1970–1976), responsable de la «guerra sucia», las desapariciones recrudecieron. Con altibajos, este delito se mantuvo constante en los gobiernos siguientes, sin llegar a ser un problema visible, mucho menos prioritario, hasta que en 2006 llegó Calderón y declaró una guerra contra el narcotráfico que no resolvió nada y solo exacerbó la violencia.

Hasta entonces, ya sin «guerra sucia» de por medio, las desapariciones cometidas por agentes estatales o no estatales se contaban por cientos durante cada sexenio de gobierno pero, con Calderón y con su sucesor, Enrique Peña Nieto, ya eran decenas de miles. En la gestión de Andrés Manuel López Obrador se sumaron alrededor de 50.000 y superaron las 100.000. Y con Sheinbaum siguen imparables: hay un promedio de 40 diarias.

Cada desaparecido tiene una familia que lo espera. Al igual que las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina o las Madres de Srebrenica en Bosnia y Herzegovina, las madres mexicanas son quienes protagonizan las búsquedas. A ellas se suman madres centroamericanas porque, entre los desaparecidos, hay migrantes que atravesaban el país con la esperanza de llegar a Estados Unidos.

«¿Por qué es un fenómeno liderado por mujeres? Pues es una incógnita. De repente no sabemos por qué. La única respuesta es que las madres tenemos una relación muy grande con los hijos, una conexión que no se da nada más por casualidad. La reacción de los hombres, pues no sé, a lo mejor se sienten frustrados por lo que pasó, por pensar que ellos eran los cuidadores de la casa, los guardianes. Pero la verdad no encuentro una respuesta. Algunos sí vienen, son muy pocos», reflexiona Diana.

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