Por Christian Caglevic
Si se pudiese decir cuál es la prueba olímpica más importante de Londres 2012, las respuestas podrían ser múltiples al igual que en cualquier otro juego olímpico de los juegos modernos. Posiblemente lo que uno, como espectador, nunca olvida es la carrera de 42.195 metros llamada maratón.
Si recordamos el origen del maratón fue una desesperada corrida de un
griego hace muchos, muchos años.
Estamos hablando de muchísimos siglos,donde
un guerrero griego debió correr una distancia de 42,195 kilómetros, de forma
desesperada para dar un mensaje, para salvar a su pueblo.
Actualmente los juegos
olímpicos modernos están llenos de súper atletas, lleno de máquinas robóticas
humanas. En cada olimpiada se rompen, se fulguran nuevos récords olímpicos y
mundiales. Cada año existe desconsuelo cuando los súper stars del deporte
mundial no consiguen alcanzar la preciada medalla de oro, la Cumbre del Olimpo,
el premio que los dioses guardan solamente para el mejor de los mejores.
Máquinas humanas, tales como el estadounidense Phelps, que haya conseguido su medalla número veintidós y
lo haya clavado como el máximo exponente
histórico del olimpismo, el atleta que más medallas ha conseguido en la
historia de los Juegos Modernos. Usain Bolt otra vez mirando para atrás ganó los
cien metros planos convirtiéndose en el hombre más rápido del mundo. Sin duda
la mayoría del común de la gente recordará que China y Estados Unidos pelearon
medalla a medalla por ser el mejor país del planeta, muchos recordarán a algún
equipo ganando algún partido de alguna disciplina de su favoritismo, los
chilenos recordaremos como nuestros sueños de medallas se fueron rompiendo uno
a uno.
Pero ni el olimpismo ni el deporte representan eso. El
deporte olímpico representa el límite en que una persona dedicada al deporte
puede dar. El olimpismo representa a lo mejor de lo mejor en el deporte, al
máximo esfuerzo, a la máxima dedicación. Quien gane o no una medalla de oro,
plata o bronce es solamente una casualidad, es un momento, una jornada o una
exageración de talentos físicos que se imponen por rasgos aportados desde el
nacimiento y que ni por mucho esfuerzo puedan alcanzarse con buenas armas por
la mayoría de los mortales. Por mucho esfuerzo que una hormiga haga no podría
ganarle una carrera a un humano, por mucha fuerza que un humano tenga no podrá
ganarle una lucha a un león. Las características físicas tienen un límite, las
posibilidades deportivas son dependientes de múltiples factores, como todo en
la vida, pero quizás el más importante sean el fomento y la planificación.
Hace algunas décadas los
Juegos Olímpicos eran una lucha entre el capitalismo y el comunismo. Los
Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas peleaban medalla
a medalla por ser el mejor país del planeta; países como China y Cuba
demostraban su poderío, la Alemania Federal y Alemania Democrática tenían su
propia guerra, otros dominaban en la gimnasia como Rumania. El mapa geopolítico
cambió, ya no existe la Unión Soviética; Estados Unidos y Cuba no han cambiado
sus fronteras, pero los isleños ya no son la potencia que fueron décadas atrás, Sudamérica no logra
ser potencia salvo chispasos de algunos pocos y alguno que otro combinado
brasilero o argentino , los africanos siguen dominando en el atletismo de larga
distancia.
En cuanto a los chilenos
“históricos” nunca olvidaremos las proezas de los tenistas chilenos Nicolás
Massú y Fernando González, dos ídolos que nos hicieron saltar de emoción,
quizás hacernos llorar de alegría y júbilo, gritar un C-H I o un viva “Chile
Mierda”.
Sin desmerecer lo que
francamente fueron sus epopeyas, sus olímpicos logros, la emoción que nos
hicieron sentir en directo desde Grecia y China, ambos deportistas tenían un
plus que la mayoría de los deportistas no tienen: profesionales al cien por
cien, un futuro económico asegurado y auspiciadores por muchos años. Nunca
olvidaremos ni a Massú ni a González, pero fácilmente olvidamos a quienes
alguna vez nos dieron el orgullo de ser
medallistas olímpicos. Pocos jóvenes saben
que un chileno, un sencillo y humilde chileno, uno como muchos chilenos
suplementeros, fue el primer chileno en ganar una medalla y nada más ni menos
que de plata, un señor llamado Manuel Plaza que recibió la primera medalla para
Chile, en Amsterdam, segundo en el
Maratón, hijo del esfuerzo, hijo de la humildad. Eso es el espíritu olímpico,
eso representa el espíritu olímpico. Un grupo de chilenos ganaría otra medalla
en Finlandia en equitación. Otra chilena como doña Marlene Ahrens logró otra
presea en Melbourne Australia, pero además fue la abanderada y única mujer en
representarnos en esos juegos.
El espíritu olímpico no es
colgarse la medalla dorada en el cuello, no son las medallas ni de Massú ni
de González, sino el esfuerzo de esta dupla, el esfuerzo de Ahrens, de Plaza,
de Iván Zamorano quien con el equipo de futbol lograra el bronce en Sydney.
Las condiciones innatas y
las posibilidades de ganar una medalla tienen que ver con el país de nacimiento
o el país que un deportista decida representar por fines deportivos y quizás
económicos. Chile no es un país de grandes deportistas, razones son muchas,
pero cada deportista que logra llegar a una olimpiada es un éxito.
Más que las capacidades de
Phelps, de Bolt, del Dream Team de basketball de Estados Unidos, de los chinos,
japoneses, europeos, habrá imágenes
inolvidables en estas y en cada próxima jornada olímpica.
El chileno Tomás González se
ubicó, bajo los aplausos del mundo, en
el cuarto lugar en gimnasia en suelo y en la prueba de saltos, no ganó medalla,
pero ganó la admiración de un planeta. La chilena Kristel Köbrich no logró
clasificar para las finales de natación pero se ha esforzado una vida entera,
merece toda nuestra máxima admiración. El mejor jugador de tenis de la historia
el suizo Federer fue derrotado en la final por el local Murray, su tristeza y
humildad hacen grande al suizo y a Murray le entregaron el título de leyenda en
su patria.
Los Juegos Olímpicos hacen
reír, soñar, sufrir, emocionarse, enojarse según las expectativas que cada uno
tenga. Pero lo mejor de los juegos olímpicos es que los países del mundo puedan
convivir, olvidándose a ratos de sus diferencias, de sus problemas, incluso de
sus guerras. La alegría y desazón de sus
participantes no tienen fronteras. Años atrás grandes atletas de la ex
Yugoslavia desfilaban bajo la bandera de cinco anillos, esta vez lo hicieron
únicos representantes de Antillas Holandesas
y de la recién creada Sudán del Sur, también lo hicieron los representantes de Siria donde se vive una
guerra civil. Esta vez una mujer de Afganistán se atrevió a representar a su
país sabiendo que si retorna a su patria puede costarle la vida. En estas
olimpiadas fueron autorizadas a competir mujeres de algunos países islámicos
como Arabia Saudita.
Me quedo con la foto de
Tomás González mostrando el escudo de Chile orgullosamente en su camiseta, me
quedo con la croata Perkovic ganadora del lanzamiento del disco dando la vuelta
olímpica junto a su colega china y con la imagen de un pequeño keniata, medalla
de oro en diez mil metros con obstáculos, subiéndose encima del competidor
representante de Francia e intercambiando camisetas, me quedo con Pistorius, el
sudafricano de piernas de fibra de carbono
que nos enseñó que la única invalidez real es la del no querer. Me quedo
con la medalla de plata de un guatemalteco en marcha, me quedo con el llanto de
una esgrimista de Corea del Sur, me quedo con la emoción de los deportistas de
Kasajstán, de Armenia, de cada país del mundo en que vieron en sus deportistas
el esfuerzo, el orgullo y el honor de representar su emblema y sus pueblos.
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