LA DIMENSIÓN DE LO PROFUNDO: EL ESPÍRITU Y LA ESPIRITUALIDAD
El ser humano no posee solamente exterioridad, que es su expresión corporal. Ni solo interioridad, que es su universo psíquico interior. Está dotado también de profundidad, que es su dimensión espiritual.
El espíritu no es una parte del ser humano al lado de otras. Es el ser humano entero, que por su conciencia se descubre perteneciendo a un Todo y como porción integrante de él. Por el espíritu tenemos la capacidad de ir más allá de las meras apariencias, de lo que vemos, escuchamos, pensamos y amamos. Podemos aprehender el otro lado de las cosas, su profundidad. Las cosas no son solo ‘cosas’. El espíritu capta en ellas símbolos y metáforas de otra realidad, presente en ellas pero no circunscrita a ellas, pues las desborda por todos los lados. Ellas recuerdan, apuntan y remiten a otra dimensión, que llamamos profundidad.
Así, una montaña no es solamente una montaña. Por el hecho de ser montaña trasmite el sentido de majestad. El mar evoca la grandiosidad, el cielo estrellado, la inmensidad, los surcos profundos del rostro de un anciano, la dura lucha por la vida y los ojos brillantes de un niño, el misterio de la vida.
Es propio del ser humano, portador de espíritu, percibir valores y significados y no solo enumerar hechos y acciones. En efecto, lo que realmente cuenta para las personas no son tanto las cosas que les pasan sino lo que ellas significan para su vida y qué tipo de experiencias que marcan, les proporcionaron.
Todo lo que sucede porta existencialmente un carácter simbólico, o podemos decir hasta sacramental. Ya observaba finamente Goethe: «Todo lo que es pasajero no es sino una señal» (Alles Vergängliche ist nur ein Zeichen). Es propio de la señal-sacramento hacer presente un sentido mayor, trascendente, realizarlo en la persona y hacerlo objeto de experiencia. En este sentido, todo evento nos recuerda aquello que vivenciamos y nutre nuestra profundidad.
Por eso llenamos nuestros hogares con fotos y objetos amados de nuestros padres, abuelos, familiares y amigos; de todos aquellos que entran en nuestras vidas y que tienen significado para nosotros. Puede ser la última camisa usada por el padre, que murió de un infarto fulminante con solo 54 años, el peine de madera de la abuela querida que murió hace años, la hoja seca dentro de un libro enviada por el enamorado lleno de saudades. Estas cosas no son sólo objetos; son sacramentos que hablan a nuestra profundidad, nos recuerdan a personas amadas o acontecimientos significativos para nuestras vidas.
El espíritu nos permite hacer una experiencia de no dualidad, muy bien descrita por el zen budismo. «Tú eres el mundo, eres el todo» dicen los Upanishad de la India mientras el gurú señala hacia el universo. O « tú eres todo», como dicen muchos yoguis. «El Reino de Dios (Malkuta d’Alaha o ‘los Principios Guías de Todo’) está dentro de vosotros», proclamó Jesús. Estas afirmaciones nos remiten a una experiencia viva más que a una simple doctrina.
La experiencia de base es que estamos ligados y religados (la raíz de la palabra ‘religión’) unos a otros y todos a la Fuente Originaria. Un hilo de energía, de vida y de sentido pasa por todos los seres volviéndolos un cosmos en vez de un caos, sinfonía en vez de cacofonía. Blas Pascal, que además de genial matemático era también místico, dijo incisivamente: «El corazón es el que siente a Dios, no la razón» (Pensées, frag. 277). Este tipo de experiencia transfigura todo. Todo queda impregnado de veneración y unción.
Las religiones viven de esta experiencia espiritual. Son posteriores a ella. La articulan en doctrinas, ritos, celebraciones y caminos éticos y espirituales. Su función primordial es crear y ofrecer las condiciones necesarias para permitir a todas las personas y comunidades sumergirse en la realidad divina y alcanzar una experiencia personal del Espíritu Creador. Lamentablemente muchas de ellas han enfermado de fundamentalismo y doctrinalismo que dificultan la experiencia espiritual.
Esta experiencia, precisamente por ser experiencia y no doctrina, irradia serenidad y profunda paz, acompañada de ausencia de miedo. Nos sentimos amados, abrazados y acogidos en el Seno Divino. Lo que nos sucede, nos sucede en su amor. La misma muerte no nos da miedo, la asumimos como parte de la vida y como el gran momento alquímico de transformación que nos permite estar verdaderamente en el Todo, en el corazón de Dios. Necesitamos pasar por la muerte para vivir más y mejor.
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