Por Wilson Tapia Villalobos
Siempre las partidas dejan un vacío que llenan los recuerdos. El sábado 14, a las 20:20 horas, murió Enrique Silva Cimma, un chileno grande. Los recuerdos que se hicieron de él provinieron de todos los rincones, lo que habla de un personaje transversal que, siendo coherente, supo dialogar e intentó llevar a cabo su ideal de sociedad.
De él se ha hablado mucho. De sus dotes de servidor público, de político de vieja data y por tanto ajustado a un proceder ético que hoy parece trasnochado -por lo incorruptible. Poco se ha dicho, sin embargo, de sus devociones. Y en ellas, tal vez uno puede ver más al ser humano. A ese de carne y hueso. A aquel que sin ser alumbrado por las luces de la virtualidad mediática, es uno más en medio de esta especie que ha logrado imponerse, para bien y para mal, en el planeta.
Enrique Silva tuvo devociones a las que nunca renunció. Una de ellas, la familia. Hasta el miércoles anterior a su muerte celebró lo que él llamaba las “bisnietadas”, en las que su casa se convertía en una especie de jardín infantil con dos de sus bisnietos corriendo por entre lozas, porcelanas, un verdadero enjambre de diplomas y estanterías plagadas de libros. Su tercera bisnieta, ya adolescente, participando generalmente desde el ciberespacio, compartiendo el dulcerío, que el bisabuelo encargaba especialmente para la ocasión y que él también consumía con deleite.
El jueves visitó a su hijo Eduardo, síndrome de down, al cual le habría advertido que la próxima vez se verían en otro lugar. Más tarde fue hasta el cementerio, donde llenó de flores la tumba que hoy comparte con la que fuera su esposa, Elena Marfán. Allí quedó ese enjambre de colores que semanalmente llevaba en aquel tributo tan personal y ajeno a cualquier consideración que no fuera el amor.
Y es desde ese baluarte desde donde nace otra de sus devociones. Enrique Silva luchó incansablemente por hacer una revolución en un tema que es tabú en esta sociedad retardataria y reaccionaria frente a lo diferente, como es la chilena: aceptar a las personas con aptitudes intelectuales especiales.
En 1968 fundó la Asociación Nacional del Discapacitado Mental (ANADIME). En esa tarea pionera le ayudaron su amigo Carlos Catalán y su esposa Julia Bertoni. Cuarenta y cuatro años más tarde, esa iniciativa es una realidad ya madura. De ella dependen una Escuela Especial, un Taller Laboral y un Jardín Infantil de Integración. Son más de trescientas cincuenta personas especiales, entre niños y adultos, los que atiende ANADIME. Esa es la manifestación de aquella devoción que compartió estrechamente con Elena, su esposa. Y un homenaje a sus hijos Eduardo y Enrique, este último fallecido a los cinco años de edad.
Enrique Silva Cimma era un chileno enamorado de su tierra. Comprometido con su gente, en especial con los más humildes. Nunca olvidó, pese al ejercicio del poder que lo acompañó en vida, su extracción de una clase media esforzada. Y su devoción por Chile también pasaba por la estética de sus playas, entre las cuales las de El Quisco ocupaban un lugar muy sensible de su corazón.
Como olvidar que la comida chilena era una de sus muchas debilidades en esta materia. Nada mejor que un pequén(*) para el aperitivo, solía decir mientras saboreaba lo que para él era un manjar y que para la mayoría de los chilenos ya es un plato que se perdió en la bruma de los tiempos. Hasta una presidencia honoraria de un exclusivo círculo de amantes de aquel platillo en extinción se suma entre los múltiples título que cosechó en vida.
No comparto la idea, un poco descalificadora con los halagos, de que todos los muertos son buenos. Creo que cuando una persona deja de existir se la valora por las señales positivas que deja. Pero teniendo claro que también compartió flaquezas. Y tal vez por eso que se recuerdan sus fortalezas, ya que pese a las debilidades supo imponer aquella otra faceta. De tan humano que era, fue capaz de hacer sobresalir aquel lado que enaltecía su figura.
El jueves dejó de existir una de sus hermanas, Perla Silva Cimma. Sólo cinco días separaron una partida de la otra. Fue una gran mujer, generosa y acogedora. Seguramente si hoy conversáramos sobre el momento que nos tocó vivir a sus cercanos con su deceso y el de ella, Enrique Silva Cimma tendría algún pensamiento especial. Un comentario que pondría las cosas de una manera ordenada para discutirlas y llegar a un acuerdo o asumir respetuosamente las diferencias. Pero en este caso específico, casi con certeza compartiríamos un comentario en que se notaría nuestro paso por la generosa Venezuela, donde ambos estuvimos exiliados: “El amor, las despedidas y la muerte, son una vaina”.
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