Por Yoani Sánchez
Desde La Habana
El niño le halaba la saya pidiendo un caramelo mientras el custodio le exigía el vale de la caja registradora y alguien preguntaba con insistencia el último para el guardabolso. En medio de toda esa locura, cometió el error de no revisar el vuelto de la compra, un poco más de 6 CUC (peso cubano convertible) que debían durarle hasta finales de mes. Cuando llegó a su casa, descubrió que –disimulada entre las monedas– había una con el rostro del Che Guevara, quien desde su mirada mayestática intentaba hacerse pasar por un peso convertible.
La señora regresó corriendo para encarar a la vendedora, pero nadie le hizo caso. La habían timado con uno de los trucos más usados en las tiendas en divisas: darle una simple moneda de tres pesos cubanos en lugar de un reluciente CUC, con ocho veces más valor. Tuvo el impulso de tirar aquella minucia monetaria por la ventana, pero el marido le recomendó que se la vendiera a algún turista para sacarle el resto del dinero perdido.
La vida da esas volteretas impredecibles. El rostro de quien fuera presidente del Banco Central (1960) nos mira ahora desde una moneda que se utiliza mayoritariamente como souvenir o como objeto de engaño.
Aquel hombre que tuvo la irreverencia –otros dirán que el irrespeto– de firmar los billetes nacionales con su breve apodo de “Che”, ha quedado encerrado en un círculo de metal de dudosa cuantía; atrapado en esa dualidad monetaria que jamás imaginó se cerniría sobre el quimérico “hombre nuevo” de sus discursos.
Alrededor de los hoteles se ve ahora a los viejitos, de pensiones paupérrimas, mostrar a los extranjeros la “mercancía” de esos tres pesos relucientes con un guerrillero de boina y chaqueta. Mientras tanto, la mano sagaz de una cajera intenta colarlos en el cambio al cliente, aprovechando la distracción de algún comprador atolondrado entre el hijo que le pide un caramelo y el portero que le revisa la bolsa.
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