Opinión latinoamericana
TRUMP CONTRA LOS MEDIOS (*)
La confrontación entre el presidente
de Estados Unidos, Donald Trump, y los medios informativos de ese país llegó a
un punto crítico el viernes pasado, cuando la Casa Blanca excluyó de una
conferencia de su vocero, Sean Spencer, a varios importantes periódicos y
canales televisivos nacionales y extranjeros y obligó a los trabajadores de las
cadenas televisivas ABC, NBC, CBS y Fox a acudir sin cámaras al acto.
La reacción no se hizo esperar: The
New York Times y CNN –que figuraron entre los excluidos–, la agencia Ap y la
revista Time –que en protesta no participaron en el encuentro–, así como The
Washington Post, The Wall Street Journal, el Comité de Protección a Periodistas
(CPJ), por sus siglas en inglés) y la Asociación de Corresponsales de la Casa
Blanca criticaron de manera enfática a la presidencia, y el fin de semana la ceremonia de
entrega de los premios Óscar fue dominada por el tema de las actitudes
atrabiliarias y antidemocráticas de la nueva administración estadounidense.
Los episodios más recientes del
conflicto fueron el anuncio de la no asistencia de Trump a la próxima cena de
gala de los encargados de la fuente presidencial y una manifestación de
periodistas en Nueva York en apoyo al New York Times.
La total incapacidad de Trump para
aceptar la crítica y hasta el análisis periodístico ha dado paso, así, a una
hostilidad permanente en contra de los informadores y de los medios, a una
generalizada alarma por el nuevo gesto totalitario de la presidencia
republicana y a una grieta adicional en el grupo hegemónico de la nación
vecina.
Una reflexión fundamental con
respecto a esto último es que en el sistema político estadounidense los grandes
medios desempeñan un papel fundamental, no sólo como contrapeso al poder
institucional sino, sobre todo, como sus legitimadores y reproductores del
discurso oficial. Dos ejemplos clásicos de ambos extremos son el escándalo
conocido como Watergate, detonado por los periódicos ( The Washington Post en
primer lugar), que culminó con la caída del presidente republicano Richard Nixon
(1974), y la campaña de intoxicación de la opinión pública emprendida en 2003
desde la Casa Blanca y reproducida y amplificada por las principales empresas
periodísticas para justificar la invasión y la destrucción de Irak con el
pretexto de que el gobierno de ese país poseía armas de destrucción masiva que
representaban una amenaza para Estados Unidos, mentira que canales televisivos
y publicaciones impresas repitieron una y otra vez sin tomarse la molestia de
verificarla.
La agresividad del mandatario hacia
los medios es, pues, una apuesta doblemente peligrosa: en el menos peor de los
casos el magnate neoyorquino podría entorpecer la labor de los medios de
comunicación como correos de transmisión de la ideología oficial y, en el más
grave, padecer la amarga experiencia de un ejercicio presidencial con la prensa
en contra.
Por lo demás, la presidencia de Trump
avanza en el cerco de sí misma y abre nuevos frentes casi todos los días.
Atormentada por las filtraciones que siguen produciéndose en la Casa Blanca a
pesar de los patéticos esfuerzos por impedirlas, confrontada con la generalidad
de los movimientos sociales, entrampada en la imposibilidad de cumplir promesas
de campaña disparatadas y envuel-ta en sus propias obsesiones fóbicas en contra
de los migrantes, la administración estadunidense parece erosionarse con una
rapidez mucho mayor a la que habría podido esperarse hace apenas un mes, cuando
el prepotente republicano tomó posesión del cargo.
(*) Editorial – La Jornada de México
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