El historiador Arnold Toynbee en su “Estudio de la historia”, planteaba que las sociedades pasan por etapas que asemejan a los organismos: 1) una fase creativa, 2) una fase de civilización o de madurez estable y 3) una fase de decadencia.
Cuando esas
sociedades pasan de la fase creativa a la de civilización, ya sus élites se han
instalado de forma apoltronada y las generaciones sucesivas irán perdiendo la
mística generatriz de nuevas oportunidades surgidas desde la voluntad y el
genio, para reemplazarlas por el oportunismo y el ventajismo.
Desde esa
plataforma acoquinada se lanzan prontamente a la decadencia, que es la
incapacidad de administrar los valores estabilizadores de la sociedad,
comenzando a ceder a los contravalores disolutivos de la misma: corrupción,
nepotismo, arbitrariedad, autoritarismo, despotismo, sectarismo y segregación.
“La decadencia de
Occidente”, la obra de Spencer, plantea también algo similar: cuando las
minorías creativas se transforman en minorías instaladas, se abren las puertas
de par en par al proceso de las minorías autoritarias, esa que se impone no por
sus cualidades sino por sus poderes represivos, coercitivos, del dinero o
institucional. La facción aristocrática (los más encumbrados) se mezcla con la
del dinero (plutocracia) y de ello brota la semilla de la decadencia opulenta.
Chile no ha sido
y nunca será un imperio-tampoco es una sociedad rica (aunque existen los súper
ricos), pero por ello sufre o experimenta, de alguna forma, el proceso de esas
minorías que siendo creativas (contrarrevolución neoliberal) accedieron al
poder (golpe de Estado) y forman una especie de gobierno más o menos estable
(régimen autoritario), para luego corromperse de manera escandalosa y
simplemente decaen, hasta que precipitan el proceso de su “desalojo”, mediante
las luchas sociales y políticas, apadrinadas por una nueva élite creativa, que
no necesariamente conduce el proceso, pero sí arrebata el rol interpretativo.
También lo
podríamos aplicar, este fenómeno, a lo que fue el período del “desarrollismo”,
ese que parte en 1938 y se extiende hasta 1973.
Esta etapa
desarrollista fue de enorme creatividad, pues desde ese tiempo (y un poco
antes), vienen las teorías del desarrollo interno de los países no
industrializados, de los procesos de industrialización moderna, la planificación
del Estado, de las reformas agrarias y de la organización sindical y social
abonada por una institucionalidad integrativa, es decir la voluntad de
adelantar reformas sociales inclusivas, de participación ciudadana y de
elevación de los niveles de educación.
El Estado se hace
cargo del fomento de lo económico como de lo social, auspiciando una sociedad
encaminada hacia mayores niveles de equidad, justicia y progreso compartido.
Con todo, la
rémora social era más extensa y profunda que el potencial de progreso económico
adelantado por la modernización. Por tanto, la prisa por acceder a las bondades
del desarrollo, también resultó en ser más urgente y dinámica que la
posibilidad de realizar los cambios estructurales que se requerían, en aras de
transformar a Chile en una sociedad moderna.
El ataque al
sistema vino de ambos extremos, el ataque del proletariado interno y de los “bárbaros”
externos (término que Toynbee reproduce de la experiencia del imperio romano),
que ante la impotencia del sistema para reproducirse de manera eficiente
(progresiva), buscan asaltarlo desde los flancos económicos (la derecha
nacional e internacional) y las izquierdas desde el flanco social.
El colapso del
sistema desarrollista termina con el triunfo del autoritarismo violento de los
“bárbaros” que atacaban desde la barricada de la derecha, con lo cual se
comienza a instalar una nueva “minoría creativa” que propone e impone un modelo
absolutamente opuesto al que ya ha caído,
vencido por los fusiles, amén de sus propias contradicciones y conflictos, que
serán, finalmente, las causas más evidentes de su derrota.
Se impone un
nuevo modelo llamado “neoliberal globalizado”, pues el de Chile es el único
modelo auténticamente de mercados abiertos (aunque internamente se consolidan
grandes oligopolios).
La fase violenta
de esta nueva minoría “creativa” (1973-1988), es continuada por una fase
edulcorada en lo político pero agudizada y profundizada en lo económico, pues
las bases de la estructura desigual no solo se conservaron, sino que se
profundizaron en el llamado tiempo de transición democrática.
En consecuencia,
estas dos etapas del mismo modelo civilizatorio neoliberal han contado con 50
años de dominación. Es tiempo de analizar, entonces, en qué etapa nos
encontramos: emergencia de las “minorías creativas”; en la fase estacionaria de
equilibrio y tranquilidad o en la tercera fase de decadencia.
Es difícil
establecer referencias en países como los nuestros, donde todo está mezclado y
nada es completo o exhaustivo. Aquí en nuestra subdesarrollada región, las
vanguardias creativas vienen ya corrompidas, las élites dominantes de la etapa
civilizatoria se transforman en clubes corporativistas de poder centrípeto y
defraudatorio y los gobernantes de la fase decadente solo atinan a “popularizarse”
hasta lo patético, para poder ser aceptados dentro de su descompuesta e
impresentable fisonomía.
En consecuencia,
la corrupción cruza de punta a punta y de comienzo a fin, las etapas de los
regímenes que nos dominan, por lo que siempre estamos con un pie en la
pseudocreatividad y con el otro pie bien asentado en el estribo de la
decadencia. Efímeros son los estadios de estabilidad civilizatoria que podemos
encontrar en nuestra geografía y en nuestra historia.
Cuando estamos en
el cénit de nuestro éxito (aparente o supuesto), debemos compararnos con otras
partes más experimentadas o avanzadas del Planeta, así podemos deducir que, al
parecer, más bien, nos encaminamos hacia un “crepúsculo veneciano”, es decir a
uno lento pero persistente.
La decadencia parece ser nuestro sino, la corrupción su alma pervertida y el nihilismo nuestra impronta. Sin embargo somos creativos, pero de una forma que nos alejan de las tareas necesarias para alcanzar una mejor civilización.