POLÍTICOS EMPRESARIOS Y CURAS CORRUPCIÓN Y PODER
Por Rafael Luis Gumucio Rivas
Creo haber desmitificado suficientemente el famoso dicho “Chile es un
país pobre, pero honrado”. Mi artículo, Corrupción y poder demuestra que
este país no fue ni pobre ni honrado, al menos en dos períodos de nuestra
historia: de 1891 a
1925 y de 1973 hasta nuestros días. Me
propongo explorar el tema de la corrupción a partir de las visiones de
periodistas, columnistas y escritores. Para mí, la crónica es una forma mucho
más rica para conocer el pasado que los mamotretos de los archiveros, pues
tiene el gusto de la pluma neurótica que introduce, como el cirujano, el
bisturí en los males de la época. He elegido a tres aristócratas que, en
diversas crónicas y novelas dibujaron, cruelmente, a personajes de ficción que
representaban a la casta política de la época.
En La casa grande, de Luis Orrego Luco, uno
de los personajes principales es el senador Jacinto Peñalver; en su juventud
había descubierto minerales de cobre, producto de los cuales había enriquecido,
pero en juergas, banquetes y fiestocas terminó arruinado. Ya viejo, buscó la
forma de seguir manteniendo su tren de vida, ahora en la política; ¿de qué
vivía el senador Peñalver? ¿Con qué recursos contaba? En ese tiempo no existía
la dieta parlamentaria. Como el misterio era tan difícil de develar – como el
de la Santísima Trinidad – había que conformarse con las declaraciones del
parlamentario: “yo vivo lo mejor posible y con el menor esfuerzo, vivo sobre el
país”. Declaraciones como esta sobran en la literatura de la época; un político
fracasado declaraba que si hubiera contraído matrimonio con una mujer rica,
sería presidente de la República, y de otro los diarios decían que sus únicos
vicios consistían en la Bolsa de comercio y la política; presumiblemente, este
prohombre era Juan Luis Sanfuentes.
Joaquín Edwards Bello era mucho más
implacable con los políticos de la época: el diputado Pantaleón Madroño, un
beato y conservador, de doble vida que en la mañana rezaba y en la noche jugaba
a las cartas, era el líder del boliche regentado por los militantes del Partido
Demócrata y sus salas de juego estaban presididas por un gran retrato del
presidente mártir, José Manuel Balmaceda; era como un homenaje que el vicio
rendía a la virtud; creo que esta conducta se llama hipocresía. La habilidad de
don Pantaleón consistía en la obstrucción parlamentaria, que impedía cualquier
proyecto de bien público que afectara sus intereses y, sobre todo, que le
obstaculizara el reparto de los cargos fiscales. Cualquier similitud con temas
de actualidad es mera coincidencia.
Los operadores políticos son más viejos que
el hilo negro: Fernando, un personaje de la novela El roto, era un
cacique que gozaba de la amistad de don Pantaleón, quien lo utilizaba para
acciones sucias contra garitos de la competencia; mientras el operador escondía
sus crímenes escudado en el poder de su mentor, todo marchaba bien, pero apenas
era descubierto por algún periodista, no tenía más destino que la cárcel. ni
siquiera los curas se salvaban de nuestro novelista: el padre Correa, pastor de
vacas gordas, que se dedicaba a confesar a las mujeres oligarcas se
diferenciaba, radicalmente, de los pocos curas que servían a los pobres.
Ustedes se preguntarán cómo reaccionó la oligarquía frente a estos
intelectuales que develaron sus vicios:
les quitaron el saludo y los condenaron en los diarios.
Hay un hilo común entre estas dos castas –
la de la República parlamentaria y la
actual - es el vivir a costa del Estado; ambas gozaron de un
monoproducto ganancioso, el salitre en la primera y el cobre en la segunda
pero, a la vez, son diferentes, pues la oligarquía vivía del ocio, la
especulación y el abolengo, mientras que la actual- la casta neoliberal – vive
de la política y del lobby: pasa fácilmente de la empresa privada a la estatal.
Claro que hoy no hay escritores del calado de Edwards Bello.
El tercer aristócrata, traidor a su clase
–según los diarios de la época – era el poeta Vicente Huidobro, malogrado
candidato presidencial, en 1925. En su Balance patriótico diferenciaba
los apellidos bancosos de los vinosos: los primeros estaban completamente
corrompidos y, los segundos, tenían
algún sentido de dignidad. En su periódico Acción publica Un informe
reservado, el tribunal de conciencia de gestores administrativos y de políticos
peligrosos, lo que equivale a una cueva de “Alí Baba y los cuarenta ladrones”. El poeta recibió
una pateadura de padre y señor mío.
El diario El ferrocarril relataba una
de las tantas sesiones nocturnas de la Cámara de diputados en tono satírico:
“...algunos diputados duermen, dando ruidosos ronquidos; otros llaman sin cesar
a los oficiales de la Sala, pidiendo whisky con soda, jerez con apollinaire ,
coñac con panimávida. Las interrupciones se cambian a cada instante entre los
que se conservan despiertos. Algunos ríen a carcajadas por cualquier motivo. De
repente, llegan tres diputados a la sala, haciendo curvas y equis con
lamentable dificultad” (Vial, tomoII, 1987:603).
En 1920, los jóvenes de la Federación de
estudiantes de Chile (FECH), confeccionaron una lista, parecida a la Huibobro,
que no dejaba a político con cabeza. El Mop-Gate no es nada nuevo en nuestra
historia: a comienzos del siglo XIX existía, nada menos, que la Sociedad de
obras públicas, presidida por el hermano de don Arturo Alessadri, José Pedro,
aquel que le da el nombre a la calle Macul, empresa que, lógicamente, ganaba
todas las licitaciones. Usted se extraña de las empresas falsas – entre otras Publicam
– si en 1904 existían miles de estas en las salitreras, bolivianas, y otras
que, para más remate, se transaban en la bolsa, haciendo millonarios a los
poseedores de los papeles de estas empresas; cuando se descubrió el pastel,
todos se arruinaron, pero existían los bancos, que eran protegidos por los ex
presidentes; el caso más conocido es el de Germán Riesco, que abogó ante el
presidente Ramón Barros Luco para la salvación, con dinero del Estado, de un
banco arruinado. Como podrá comprobar el lector, lo de la deuda subordinada no
es nada nuevo.
Aquí termino esta historia remitiendo al
lector a algunos libros que inspiraron este Artículo: Luis Barros y Ximena
Vergara, El modo de ser aristocrático; Joaquín Edwrds Bello, El roto
y Antología de familia; Luis Orrego Luco, La casa grande, y Mario
Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Estado, siglo XIX y XX.
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